El
instructor de Educación Física Euclides
Córdoba (mejor conocido como “El
Profe”), amigo,
acreedor y probablemente el colaborador más conspicuo del genial
Alan Verse, cultivó desde su más tierna adolescencia dos pasiones,
aparentemente irreconciliables: el fútbol y la literatura. En los
papeles, sus logros fueron moderados (para no decir flojos): antes
que la unión de ambas pasiones, más bien logró la intromisión de
una en la otra, y viceversa.
Ya
en sus años mozos, mientras cursaba el Profesorado de Educación
Física en el “Instituto
Superior de Formación Docente y Técnica Nº 39”
de Vicente López, había cultivado un género poético específico:
el soneto. Desde el vamos, en el campo particular de la poesía, el
soneto ya era una forma anticuada, en desuso, muchas veces
menospreciada. Euclides (aún no era conocido por el apelativo “El
Profe”) no se
arredró. Acometió la construcción de ágiles sonetos en los cuales
describía (intentaba describir) su pasión por el fútbol de paladar
negro, por el toque, por la gambeta y por el Club Atlético Platense
de Vicente López. Fue precisamente, el autor de un fallido himno
para dicho club, cuya primera estrofa versaba así:
“Nadie
rebaje a lágrima o reproche
mi
canto, que mi garganta se tense,
y
afirme que el Club Atlético Platense
es
el plantel que vencerá esta noche”.
El
himno no satisfizo las expectativas de los directivos del club, ni
las de los fanáticos borgeanos, quienes (tal como ocurría con su
ídolo) defendían la consigna de que el fútbol no era más que
“veintidós tipos
de pantalón corto corriendo detrás de una pelota”.
El
estudiante y poeta tomó debida nota de la experiencia. Lo primero
(lo único) que sacó en limpio fue que las tribunas futbolísticas
no son muy gustosas del elegante verso endecasílabo o del
alejandrino: el paladar de la hinchada, si bien se mira y oye, es más
afecto al verso octosílabo, más efectivo, redondo y pegador.
Euclides
Córdoba perteneció desde siempre a la escuela técnica predicada
por César Luis Menotti, la del llamado “fútbol
lírico”. Por
ello, estando ya afincado en la ciudad de Villa La Angostura,
habiéndose recibido y ganado el apodo por el cual se lo conocería
eternamente (el de “El
Profe”) decidió
fundar una institución que enarbolara las banderas de ese fútbol y
llevara esos estandartes a lo más alto. Así nació (o por menos, se
pensó) el “Club
Social y Deportivo Gimnasia y Retórica de Villa La Angostura”.
Formalmente,
inició sus actividades con una veintena de jugadores, todos alumnos
de Euclides del colegio secundario, convencidos o amenazados por su
profesor y mentor. A falta de instalaciones físicas, el “club”
funcionó (durante sus exiguos meses de existencia) en el patio
trasero de la casa del “Profe”.
En esas locaciones se llevaban a cabo actividades de toda índole y
carácter: en ocasiones, los entrenamientos se interrumpían
brutalmente por la llegada de Alan Verse y su séquito, quienes
tomaban posesión del lugar para sus habituales asados o juergas más
o menos clandestinas, y mandaban prepotentemente a los pibes a sus
respectivas casas.
De
todas formas, con el correr del tiempo (y de los jugadores) los
entrenamientos se fueron formalizando, normalizando. Dichos
entrenamientos constaban de un doble parámetro, uno físico y otro
puramente mental: el “Profe”
Córdoba era un
acérrimo defensor de aquella consigna griega de “mens
sana in corpore sano”.
En
principio, sometía a sus discípulos a una férrea rutina física:
extensos y eternos ejercicios de precalentamiento, trotes, flexiones,
abdominales, dorsales, lagartijas, sentadillas, estocadas y un
multiforme etcétera. Cada tantos días, jugaban un picadito,
constantemente interrumpido por las indicaciones, las instrucciones,
los gritos del “Profe”
Córdoba. Pero lo peor era la otra parte del entrenamiento: rigurosas
repeticiones de versos del barroco siglo XVII español, por
excelencia de Don Luis de Góngora, el favorito del instructor. Así,
los alumnos debían aprenderse de memoria la “Fábula
de Polifemo y Galatea”,
de la cual ignoraban el significado de la mayor parte de las
palabras:
“Estas
que me dictó rimas sonoras,
culta
sí, aunque bucólica, Talía
-
¡Oh excelso conde! - en las purpúreas horas
que
es rosas la alba y rosicler el día,
ahora
que de luz tu Niebla doras,
escucha
al son de la zampoña mía,
si
ya los muros no te ven, de Huelva,
peinar
el viento, fatigar la selva”.
El
summum de
dicho entrenamiento era, claro, efectuar ambas maniobras al unísono.
Para ello, había ideado una versión de invención propia y mejorada
del “test de
Cooper” (aquella
prueba de resistencia que se
basaba en recorrer la mayor distancia posible en doce minutos a una
velocidad constante), que el “Profe”
Córdoba había rebautizado como el “test
de Whitman”: los
alumnos debían completar el consabido recorrido al tiempo que
recitaban constantemente la primer estrofa del “Canto
a mí mismo”, del
poeta estadounidense. Solía verse a muchachos extenuados dando
vueltas a la manzana, recitando con los últimos resabios de voz
estos versos:
“Yo
me celebro a mí mismo y me canto a mí mismo.
Y
lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti,
porque
lo que yo tengo lo tienes tú
y
cada átomo de mi cuerpo es tuyo también”.
Estas
reglas no eran arbitrarias, formaban parte de un plan, inaudito a
priori (y a
posteriori): la de
formar y forjar a fuego el cuerpo y el carácter en “la
sana y sabia costumbre de la memoria”,
según los dichos del propio Córdoba. El fin ulterior era demostrar
su tesis más resonante, ruidosa: “No
existen los elegidos. Lo que torpemente llamamos talento o intuición
no son más que respuestas reflejas de nuestro cuerpo y de nuestra
mente ante determinadas situaciones”.
El “Profe”
aseveraba, después de la cuarta y quinta vuelta,
ante la displicente o desatenta mirada de Alan Verse: “La
memoria se educa. Si logramos armar un equipo que funcione
completamente ‘de
memoria’, sin
accidentes, contingencias o eventualidades, podremos determinar
exactamente el desarrollo y resultado de todos y cada uno de sus
movimientos”.
Bien
mirado, fue un visionario, un pionero del deporte moderno,
profesionalizado y mecanizado hasta la hipérbole. Pero en aquél
entonces, sus ideas y postulados parecían lindar con la locura. Pero
Euclides Córdoba fue aún más lejos. Según su lógica (llamémosla
así) todos aquéllos planteles históricos del fútbol argentino,
campeones de todo, que habían logrado armar con esfuerzo un equipo
que podía recitarse de memoria, gracias a la regularidad de sus
formaciones, habían sido erróneamente (inversamente) juzgados.
Él
sostenía, copa de anís en mano, que esos equipos no brillaron por
sus juegos y campeonatos y luego, eventualmente, salieron campeones.
Sino que, el hecho de que fueran recordados “de
memoria” y de que
jugaran “de
memoria”, eran la
causa directa del logro posterior de esos campeonatos. Sin dudarlo un solo instante, se abocó entonces a la ardua tarea de armar que un
equipo que fuera recordado fácilmente, así, de memoria.
Y
aquí acudió en su ayuda su veta poética, la musa inspiradora.
Pensó: ¿qué es lo que hace que uno recuerde un poema de memoria?
La respuesta, fácil: la métrica y la rima. Decidió urdir un equipo
infalible, que pudiera ser recitado respetando esos dos cánones
clásicos de la poesía.
No
fue fácil. Tuvo que apelar a todos sus dones de poeta amateur,
revolver manuales de retórica, echar mano de cuanto recurso o
licencia poética anduviere dando vueltas. Debió despedir algunos
jugadores de apellidos demasiado largos o humanamente impronunciables
y reclutar a otros, que se prestaran más a la composición poética
metrada y rimada. Para resolver un último y desesperante problema,
tuvo que irse hasta los confines de las tortuosas manzanas del barrio
Las Piedritas, donde se decía que había un pibe que vivía en la
calle Huemul (o Licurá ) al 200, de apellido Gadano, y que según
varias versiones, “la
tenía atada”.
Después de infinitas negociaciones, promesas o lloriqueos, el pibe
accedió a jugar una temporada de prueba para el “Gimnasia
y Retórica”.
Al
fin, el tan ansiado equipo, de memoria, quedó así:
“Iturriaga;
Carretero, Escalante,
Sarlanga,
Pusineri; Zamorano,
Zaragoza,
Marinelli, Gadano;
Aguirrezavala,
Guerrero Infante.”
Un
cuarteto hecho y derecho: de Arte Mayor, endecasílabo y con rima
consonante.
-¿Qué
somos?- preguntaba con voz estentórea el incansable instructor,
antes y después de (y a veces, durante) cada entrenamiento.
-Un
equipo de Arte Mayor- respondían desganados sus discípulos.
Finalmente,
llegó el día del ansiado debut: un domingo, a las 10 de la mañana,
en una canchita del centro. Fue un amistoso contra el “Deportivo
La Inspiración”,
un club de Villa Correntoso que defendía la postura contraria a la
de Euclides Córdoba: ni siquiera entrenaban, se juntaban media hora
antes de cada partido.
El
“Gimnasia y
Retórica”estaba
afiladísimo. Al costado de la cancha, el “Profe”
los hacía entrar en calor haciéndoles hacer complicadas series de
flexiones al tiempo que recitaban silogismos de último momento:
“Todos
los hombres son mortales.
Sócrates
es hombre.
Sócrates
es mortal.”
Alan
Verse, que estaba reponiéndose de una peña de la noche anterior,
disimulaba apenas su estado, recostado en el banco de suplentes.
Arrancó el partido y ya transcurrido medio tiempo, la cosa no podía
ir mejor: 2 a 0 arriba y el partido totalmente controlado. Todo se
sometía mansamente a los cálculos del “Profe”,
que no podía disimular su satisfacción. Cada tantos minutos, se
levantaba de su asiento, y efectuaba cortas caminatas de ida y
vuelta, al tiempo que recitaba a media voz la formación de su
equipo, como afirmándolo:
“Iturriaga; Carretero,
Escalante...”
Pero
entonces ocurrió algo que no estaba en los planes. En una jugada
cualquiera, el pibe Gadano desbordó por izquierda, pisó mal y cayó
solo: pegó un grito animal y quedó destartalado.
No
pudo seguir. El “Profe”
Córdoba se desesperó. Miró para el lado del banco de suplentes,
buscando respuestas: Ramírez, Fonseca y Cambiasso lo miraban,
ansiosos por entrar a jugar. Pero había un problema: ninguno de sus
apellidos podía ocupar el lugar de Gadano en la formación sin
alterar la perfección del verso. Los tres tenían tres sílabas,
pero sólo Cambiasso rimaba: aunque nó con rima consonante, sino con
una inadmisible rima asonante. Perdido por perdido, le dio un par de
indicaciones a Cambiasso y lo hizo entrar por el pibe Gadano.
Ahí,
así, comenzó la debacle. “El
Deportivo La Inspiración”
descontó primero, luego empató el partido, y finalmente se lo dió
vuelta, ganando 5 a 2 y pegándole un baile inolvidable al equipo del
“Profe”.
El
“Gimnasia y
Retórica” nunca
pudo reponerse de esa primera (y única) caída. El chico Gadano se
había desgarrado y no pudo volver a jugar por un largo tiempo. El
resto de los pibes fueron más o menos desertando, del equipo y de
las clases de Córdoba. Casi todos rindieron Educación Física
libre, en Marzo, donde otro profesor, común y silvestre, les tomó
el clásico “test
de Cooper” y el
canónico reglamento oficial del handball.
El
Club desapareció, tan de súbito como había surgido. Cada tanto, en
alguna discusión, los parroquianos del bar le echaban en cara ese cambio incomprensible del hábil Gadano por
Cambiasso, aduciendo que mal podía conducir al equipo un muchacho
que era un rústico defensor con los pies cuadrados. El “Profe”
Córdoba no quería entender esas pobres razones: terminaba negando
con una triste sonrisa, y seguía echándole la culpa a “la
putísima rima asonante”.
El
tiempo, como siempre, fue borrando o desfigurando todo. Del fallido
proyecto, sólo quedó en la memoria, la eufónica formación de ese
equipo perfecto, pero sin recambio. Formación que, tanto el “Profe”
Córdoba como su leal amigo Alan Verse solían repetir en algunas
ocasiones, como una contraseña, como un conjuro secreto.
Cuando
el destino los llevaba a enfrentar un peligro insondable, cuando la
Selección nacional debía trasuntar una fatal serie de penales o al
asistir, boleta en mano, a la transmisión del sorteo vespertino de
la quiniela provincial, se los escuchaba recitar estos versos,
incomprensibles para el oído inexperto:
“Iturriaga;
Carretero, Escalante,
Sarlanga,
Pusineri; Zamorano,
Zaragoza,
Marinelli, Gadano;
Aguirrezavala,
Guerrero Infante.”
Diego
Reis
Comentarios
Publicar un comentario