Cadáver Exquisito 2: La Mariposa y el Dragón (Por María Viegas, Facundo Bocanegra, Cecilia Fresco y Diego Reis)
Había una vez, en un país lejano, un gran
castillo dorado. A su alrededor, como en casi todos los castillos de los
cuentos, había un profundo foso de aguas turbias que desembocaban en un pequeño
arroyo más allá de las laderas de un monte cercano. El monte era pedregoso,
lleno de bonitos árboles azules aunque no tenía caminos, ni para aquí ni para
allá.
Nadie
sabía qué había del otro lado del monte, y nadie era tan curioso como para
averiguarlo. La gente del castillo estaba tan ocupada que no tenía tiempo de
andar viendo qué otras cosas sucedían en el mundo, más allá de sus propios
portones con rejas de oro.
El
dueño del castillo, que no era rey ni conde, pero era muy serio y con bigotes,
estaba siempre escribiendo cosas difíciles en un gran cuaderno de hojas de
plata. Su señora esposa, que no era reina ni condes, pero estaba todo el día
probándose peinados y peinetas, tomaba largos tés en teteras de porcelana
mirando a los ruiseñores que adornaban las jaulas de los jardines.
No
tenían niños, por lo que tanto silencio los aburría toda la mañana y casi toda
la tarde. A la hora del ocaso aparecían los juglares contratados para
divertirlos con su música y monerías. Los pajes alzaban las bandejas de cristal
y convidaban a los invitados los ricos pastelitos que la cocinera horneaba cada
día en su cocina plena de carbón y olores tibios. Otros pajes cepillaban las
brillantes crines de los caballos que tiraban los oscuros carruajes en los que
llegaban los convidados. Las doncellas baldeaban los patios de adoquines, o
limpiaban los vidrios y los espejos con el esmero de sus gamuzas ocres. Los
jardineros cortaban rosas y margaritas para los jarrones que otros pajes
llevaban a los dormitorios y a las salas.
Todos
los días, la misma historia.
Y todos los días la misma historia. ¿Todos los
días la misma historia?, se preguntaba su señora esposa, que no era reina ni
condesa, pero que sí era mujer, y una mujer muy bella, una mujer que descubría
en la mirada de los hombres del castillo la intensidad del deseo, especialmente
en los juglares. El dueño del castillo, tan serio como su bigote, no era rey,
es cierto, pues si lo fuera, simplemente reinaría, pero hete aquí que este “barrilito barrigón” (así lo llamaban
los sirvientes entre mudas risas cómplices) estaba sujeto a una serie de
condiciones, las cuales, de ser pasadas por alto, pondrían en peligro ni más ni
menos que la posesión del castillo y su servidumbre toda. Por lo tanto,
podríamos decir que el señor era un dueño a medias. En realidad, sólo era
propietario de su deseo, el resto pertenecía al genio que, en un día de suerte,
se lo había concedido.
El
matrimonio sí era una relación que habían construido con mucho tiempo y
esfuerzo, tanto tiempo que ya se veían desenfocados, y tanto esfuerzo que no
quedaba más. Suponen las voces del castillo (suponen, pues la señora era muy
reservada y sólo hablaba con las peinetas y con Juanita, que era la sirvienta
que redundantemente servía el té, y que también era muy reservada, aunque no
hablaba con peinetas), suponen que el desgaste de la relación fue
principalmente producto de una de las condiciones (“mandamientos” habían sido apodados con el tiempo), el peor
mandamiento: “No tendráis hijos”.
El
brillo que le proyectó el deseo esa tardecita que caminaba por el bosque nada
decía de hijos, eso no necesitaba la divinidad de un genio, habrá pensado
quizá. Ese brillo reflejaba comodidades y ostentación, poder para delegar. Pero
los años habían pasado para Segundo (ya que así se llamaba el señor, Segundo).
Segundo II resultaba entonces, pues el primer dueño del mismo deseo había
palidecido ante el quinto mandamiento, perdiendo así el castillo: “Beberás cuanto quieras y desees, mas no te
embriagareis”. Y no sólo para Segundo, mucho más atenuante resultó el paso
del tiempo para la señora, que paradójicamente se llamaba Sol. Y aunque los
juglares pensaban seguido en Sola en los pasillos del palacio, comentando con
pajes sobre el punto justo de maduración en el que ella había entrado, Sola
veía en cada objeto reluciente que cruzaba un reflejo decrépito, veía en su
rostro la deshidratación de una anciana, reconocía de todos modos que la
cantidad de infusiones ingeridas en esos años favorecía a su color de ojos, un
intenso marrón té.
Cierto
día en que Juanita no asistió a su señora con su tetera matutina, que arrancaba
a las cinco a.m., ante la abstinencia sorpresiva, Sola debió aventurarse a las
profundidades de la cocina. Su primer reacción al verse acorralada fue mirarse
al espejo, pasarse la peineta y esbozar una sonrisa atenta, como adelantándose
a lo que estaba por venir. Sola caminó pasillos interminables que jamás había
recorrido, subió y bajó escaleras de cuanto material se imaginen, y como no
pudo ser de otro modo, se perdió. A nadie pudo preguntar, pues nadie estaba
despierto aún, y no tuvo más remedio que seguir caminando. Percibió un sonido
que le costó identificar: era una especie de melodía similar a la que emitían
los ruiseñores, pero esta era una melodía e libertad, pensó.
Intentó
acercarse, era difícil precisar en qué dirección se encontraba. Pero su
instinto la guió bien: la melodía se hacía más nítida y más agradable.
De tan agradable, el canto de esos pájaros le hacía
doler el corazón y el estómago. No estaba acostumbrada a sentir algo tan
fuerte: toda su vida la había dedicado a tomar té y ahora se sentía perdida. Y
es que estaba perdida, caminando por esos pasillos raros que nunca había visto
antes, sin saber qué era lo más importante, si encontrar una ventana para poder
ver a los pájaros o encontrar la cocina para prepararse un té.
Tomar
té era urgente, Sola sabía que en un rato más, si no lograba tomarse una
tacita, sus ojos iban a empezar a palidecer y ella necesitaba sus ojos más que
nunca, porque con tantos años de matrimonio perdía el foco constantemente y no
quería usar lentes. Pero los pájaros… no podía evitar las ganas de verlos, de
saber de qué color eran, los del reino eran muy grandes, un poco antipáticos,
todos rosas o celestes y parados en una sola pata. Siempre miraban de costado.
Cuanto
más avanzaba más raro se ponía todo, las paredes del pasillo se iban volviendo
de un material muy fino, no eran de piedra ni de ladrillo ni de madera
oscurecida por ese barniz que su marido le hacía poner a todo todos los años
para que no dejara de brillar. Se dio cuenta de que ese barniz era del mismo
color que el té, que los colores del reino estaban siempre divididos en dos:
rositaceleste para las cosas de ella y barniz color té para las cosas de él.
¿Entonces sus ojos? ¿De quién eran sus ojos?
De
pronto Sola tenía muchas cosas en qué pensar, por primera vez estaba sola y
alejada de todos, y no tenía ni una peineta con la que hablar, casi se estaba
olvidando de la taza de té, estaba casi corriendo guiada por el canto de esos
ruiseñores pero parecía que el lugar por dónde iba se iba estirando, como si el
reino fuera un globo que alguien estaba inflando cada vez más como para que
ella no pudiera llegar al límite.
Los
ruiseñores estaba afuera, eso era seguro, ¿y afuera también había un mundo?
Ahora Sola, que ya no se acordaba del té, estaba corriendo y corriendo y
mientras corría pensaba que nunca había tenido un globo, que no se acordaba
tampoco de haber sido una chica con papá y mamá que le regalaran un globo y que
todo lo que podía recordar estaba adentro del reino y con ella así, ni reina ni
condesa pero sí mujer. Mujer ya grande.
Cuanto
más se acercaba al canto de los pájaros más fuerte se hacía la luz, entonces
tuvo una idea, en vez de ir hacia adelante lo mejor era tirarse fuerte hacia el
costado, porque las paredes eran tan finitas que estaba segura que si empujaba
fuerte las iba a poder romper. ¿Si rompía las paredes podía explotar el reino?
Si era un globo como a ella le parecía sí, seguro que sí pero no le importaba,
así que empujó fuerte, muy fuerte y pasó al otro lado. Había tanta luz que no
podía ver nada, el aire era hermoso y ya no se escuchaba ningún pájaro.
Ya fuera, caminó y caminó, mucho tiempo, minutos y
minutos, horas y horas. Encontró casas y
personas de vestidos extraños, que se comunicaban en un idioma áspero, incomprensible.
Intentó hablarles, pero no le hicieron caso. La ignoraron perfectamente. Pero
no: era más que eso. Sola pensó que, aún en caso de estar ignorándola, algún
gesto, una mirada, delataría esa intención. La verdad era peor: no la veían.
Intentó
tocar a un chico que pasó corriendo a su lado: su mano lo atravesó limpiamente,
sin percibir ningún contacto. Empezó a caminar cada vez más rápido, correr, a
gritar, pero nadie le hacía caso.
Comenzó
a sentirse extremadamente cansada, rala, le faltaba el aire. Anochecía,
caprichosamente de mañana. Intentó encontrar el camino de vuelta. Las luces de
unos vehículos insólitos la encandilaban y confundían. Erró durante toda esa
noche. Finalmente, exhausta, llegó hasta las paredes exteriores del globo, su
mundo. Empujó con todas sus fuerzas y cayó del otro lado.
El
cansancio, el dolor, el miedo, desaparecieron de inmediato.
Escuchó
el maravilloso sonido de la voz de Juanita:
-Señora
Sola, el té está servido.
Se
acomodó el peinado. Impecable, avanzó hacia la sala de té. Segundo la esperaba,
curiosamente radiante, renovado, atractivo. La conversación de sobremesa fue
deliciosa. Pasaron un día fantástico.
Y
fueron felices por un tiempo.
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