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El ahogado


Lo descubrieron una tarde de abril. Lo delató la nube de insectos, flotando a un palmo del río. Todavía conservaba sus ropas, florecidas de su estancia submarina. Nadie lo conocía, pero todos creían recordarlo.
Su cuerpo, robusto como un niño ballena, sonriente y húmedo, se obstinaba en permanecer flotando. No quería abandonar el agua.
Durante horas, una escuadra de buzos  y bomberos trabajaron para retirarlo, hasta que finalmente, al abrigo de los reflectores municipales instalados no tanto para iluminar el rescate como para enmarcar la feria que ya se había formado en las inmediaciones del muelle, lograron retirarlo.
Aunque a esa hora, ya había pasado a ser casi anecdótico. La fiesta estaba en su apogeo y a nadie le importó dónde habían dejado el cuerpo, si en la morgue, el hospital o el cuartel. Rodeados por la muchedumbre cordial, todos se dejaban abrazar y festejar al calor de las copas hasta el amanecer, olvidados del origen de la fiesta.
Muchas horas después, el sol ya alto en el cielo, hubo quienes fueron despertados por sus hijos, hambrientos; o por el incendio de las tres de la tarde, sofocante entre las sábanas, que volvía transparente el aire entre los malvones del jardín.
De a poco fueron recordando  la noche anterior, y, entre las sonrisas que afloraban con dulces recuerdos de vino y abrazos, de pronto llegó también la imagen del ahogado.
Vamos a ver al ahogado! Gritaban los niños, corriendo entre los perros, abriendo camino a la procesión que se encaminaba al hospital.
Y lo buscaron. Revisaron las camas, los armarios y el estacionamiento. Lo buscaron en el cuartel, extrañados de su ausencia, y pensaron que algún bromista ocultó el cuerpo. En vano pretendieron ubicar la inequívoca huella de agua que delatara su rastro.
Nada.
Nada por ningún lado. Primero ahogado, luego esfumado sin haber sido identificado.
Sin reponerse aún de la sorpresa, y barajando todavía las hipótesis más disparatadas que explicaran la desaparición, fueron sorprendidos por los gritos de un niño que jugaba en el muelle.
Allá! Miren allá!, sonreía apuntando con su brazo, flaco y largo. En sus saltos de alegría, casi pierde una zapatilla. Los viejos no querían mirar. Pero la curiosidad pudo más, y de a poco, fueron entornando la mirada en la dirección apuntada.
Al principio parecía que no, pero los minutos pasaban y la marea lo iba acercando lentamente, como en una procesión, a la orilla; y cuando se acercó lo bastante, por fin pudieron reconocerlo, flotando otra vez, feliz en su elemento.

Carlos Chávez

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