En marzo los días
empiezan a acortarse y llegando abril el río baja bastante, aun así no es
posible vadear la recta de Rincón Chico. Por bajo que esté el río, mantiene un
canal y mantiene una potencia que obliga a nadar para cruzarlo. Lo sé porque
tuve que cruzar una tarde, medio de noche ya, vestido de pescador, con la caña
en la mano y una bronca infernal.
Ese día llegué tarde al
río, tarde y molesto. Apurado, bajé la balsa del tráiler, los bolsos, las cañas
y estacioné el auto debajo de los mimbres. Terminé de darle presión a la balsa,
cargué las cosas y crucé el río. Ya del otro lado me puse el wather, las botas,
el chaleco, armé la caña, elegí la línea y me puse a buscar una mosca. No
encontré la que quería y tuve que poner una parecida. Algo es algo. Serían las
siete y media. Tenía luz hasta las nueve.
La tarde era fría y
calma, el Limay corría potente entre mis piernas. Empecé a lanzar la línea, el
mal humor me molestaba como un tábano. Es que la idea había sido pasar todo el
día. Hacía un par de semanas que venía preparando la salida y ese día
aparecieron mil quilombos que no me dejaban salir. Mirá la hora que es y yo
recién entrando al río, pensaba, y masticaba bronca.
Por lo menos voy a
disfrutar la última hora, me dije. Pero para eso necesitaba relajarme, sacarme
la bronca y conectarme con el río, con el aire, con el lugar.
Como un boludo engancho la mosca en unas
mosquetas. Tuve que salir del agua, subir la barda y desenredar la línea. La
mosca no estaba más. Caía la tarde. Una brisa suave soplaba del sur. Busqué
otra mosca. Serían las ocho. Trataba de relajarme para poder disfrutar del poco
tiempo que me quedaba. Respiré profundo y entré al río un poco más abajo, en un
lugar limpio de obstáculos para lanzar. Al tercer tiro sentí un toque firme pero
se soltó enseguida. Esta es la hora, pensé. La luz empezaba a retirarse y el
río se ponía de color. Se había levantado un poco de viento, pero me daba en la
espalda, así que lanzaba sin muchas dificultades.
Me concentré en la zona donde tuve el toque, al
final de una corredera, un par de tiros más y otra vez un plantón firme y se
suelta. No podía ser, el segundo pique bueno que perdía. Revisé la mosca y el
anzuelo estaba abierto, así que lo cerré con la pinza. Ahí está, dije. Me
quedaba un poco de luz aun y estaba disfrutando la última hora. El viento me
sacó la gorra que cayó al agua. Di un paso con cuidado de no perder pie, la
agarré y me la puse, ajustándome bien. Hice un tiro largo, corregí y dejé
hundir todo lo que pude y empecé a traer con tirones rápidos. Al tercer tirón
la línea se tensó de golpe, la caña se arqueó hasta el grip y empezó una
corrida. La sensación maravillosa de un buen pique. Ahora sí, la trucha daba
pelea, sentía la línea correr entre mis dedos y al otro lado del río, sobre el
rosado del atardecer la vi saltar y contornearse en el aire. Y detrás del salto vi la balsa derivando río abajo,
sola, empujada por el puto viento.
Para mí, es mejor "el puto viento". No sé, para mí...
ResponderEliminarMuy buena, muy grafico, me gustaría saber quien es el autorrrr??
ResponderEliminarEs muy cierto, el autor no se hizo cargo de su obra. Lo mandaremos al frente. Es el señor Carlos Hernández. El relato, fabuloso.
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