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El Reino del Resve

En sus épocas de esplendor y renombre, Alan Verse supo tener (además de sus amigos y colaboradores de siempre) un par de fieles seguidores, admiradoras más o menos anónimas y bufetteros que le fiaban (sin esperanza alguna) constantes rondas de porciones de pizzas y copas de vinos de la casa.
Pero ese brillo trajo aparejado (inevitablemente casi) la envidia de sus congéneres y aún de algunos extraños. El más acérrimo, perseverante e inaudito fue un periodista con visos de poeta que vivía en la otra punta de Vicente López, cerca del río. Nunca se supo su verdadero nombre (no hubiese importado, por otra parte) pero su alias era contundente y por demás demostrativo: Alan Resve.
En principio, Alan Verse pensó que era un chiste mal contado o mal escuchado. Después, fue advirtiendo (como se verá) que la cosa iba en serio. Las pruebas de ello aparecieron pronto. Por aquéllos tiempos, Alan Verse y un par de amigos habían iniciado una tertulia, todos los viernes, en el bar que un amigo (el Gordo “Opio”, llamado para simplificar, el “Gordopio”) tenía en la esquina de Agustín Álvarez y Lisandro de la Torre.
Alan Verse se había inspirado en las tertulias literarias de “La Sagrada Cripta del Pombo”, de Ramón Gómez de la Serna, quien por otra parte había arribado recientemente a la Argentina. A diferencias de aquéllas, en las veladas de Vicente López se mezclaban, se confundían (y a veces, se anulaban entre sí) la poesía, la música, el baile y, cada tanto, las grescas espontáneas. El nombre de la tertulia era “Los cronopios del barrio”, en obvia alusión a la obra de Cortázar, de quien Alan Verse siempre fue fervoroso admirador.
Una de tantas noches, cundió la noticia de que en el Norte, ya en las adyacencias de Olivos, se había celebrado un evento de características similares, y cuyo nombre ya era (deliberadamente) una provocación: “Los famas del rioba”. El nombre del organizador, otro escarnio, acaso peor: Alan Resve. Alan Verse recibió la noticia con desdén primero, y luego con temor. ¿Quién, qué mente perversa o rencorosa obraría de tal modo? Un ex cuñado, ex novio de una ex novia, un ex rival futbolístico, acaso. Un ex de algo, alguien del pasado profundo.
Si la cosa hubiera quedado ahí, probablemente hubiese sido una anécdota más en la azarosa vida del poeta-periodista-actor de Vicente López (quien luego se anclaría definitivamente en la ciudad cordillerana de Villa La Angostura). Pero, semanas más tarde, cuando saliera el segundo número del periódico cultural “La improvisación”, que Alan Verse editara con su amigo y colaborador, Euclides “el Profe” Córdoba, alguien dejó en las mesas del bar del “Gordopio” un ejemplar de una publicación de las mismas características, con este insolente nombre impreso: “La preparación”. La idea y dirección del periódico correspondían al mentado Alan Resve.
En pocas horas, Alan Verse reunió todas sus fuerzas (una cuadrilla de media docena de amigos, entre ellos el propio “Gordopio”, de kilaje más que respetable, y el “Profe” Córdoba, cuya potente contextura física delataba su labor de profesor de educación física) para realizar una batida en el territorio ajeno y dar de una vez por todas con el enemigo invisible. Alan Verse no era hombre de enfrentar este tipo de riesgos (y de ningún tipo) solo. Para cualquier aventura, confiaba plenamente en la fuerza de lo grupal, de la ciega arremetida colectiva, del golpe anónimo perdido en la fuerza del conjunto.
Pero fue inútil, tanto ésa como las veces subsiguientes. Cada vez que se decidían a animarse a los suburbios orientales y nórdicos del barrio a entablar investigaciones o amenazas, los vecinos de la zona o bien alegaban que el tal Alan Resve había partido hacía escasos minutos, o que estaban esperándolo en cualquier momento. Otras veces, las más terribles, confundían al propio Alan Verse con el tal Alan Resve: intentaban devolverle dinero que le debían a él o le exigían in situ pagos adeudados por aquél. Aquellas excursiones culminaban generalmente con huidas furtivas o estrepitosas.
Esas aparentes confusiones fueron denunciadas como meras imposturas por un desertor de las filas de Alan Resve, el “Maestro” Mendoza (cuyo nombre era la escandalosa parodia del “Profe” Córdoba, compañero inefable de Alan Verse). El tal Mendoza aseveraba que su ex líder era rubio (toda vez que Alan Verse era morocho), alto (la estatura de Alan Verse era más bien exigua) y pesaba más de cien kilos (Alan Verse se arrimaría, como mucho, a los setenta). Es decir, las características particulares de Alan Resve eran el reverso exacto de las de Alan Verse.
De todas formas, estos dichos tampoco pudieron ser tomados por buenos, ya que el desertor Mendoza volvió a desertar (o desertó de desertar), no sin antes dejar notoriamente engrosada la cuenta de Alan Verse en el bar del “Gordopio”.
Durante los siguientes meses, las obras en consonancia se fueron repitiendo, siempre desde la invisibilidad, pero puntuales, inevitables. En el fondo, Alan Verse se alegraba cuando percibía alguna diferencia esencial entre sus actos y las noticias de los actos de su antagonista. Sin declararlo precisamente, sentía o sospechaba que las herejías que debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia. En cambio, parejamente, sufría horrores con los golpes que pegaban en el blanco, con las secretas simetrías. Por caso, cuando Alan Verse se puso de novio (o algo así) con la “Lila” Gómez (una portentosa rubia de la calle Monasterio), se supo que Alan Resve se paseaba por la ribera con la “Lali” Pérez, renombrada morocha de la calle Malaver. Si Alan Verse se veía beneficiado por una racha positiva en el juego, se decía que Alan Resve había perdido enormes cifras al truco o en las carreras. Por el contrario, cada vez que Alan Verse perdía una mano fuerte, el viento traía noticias de los triunfos de su oponente.
Se fue volviendo cada vez más introspectivo, desconfiado. Se abocó (un poco) al estudio de la secta de los herméticos, que declararon que todo lo que está arriba es igual a lo que está abajo, que el mundo inferior es reflejo del superior, y que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es el otro, el que está en el cielo. Leyó también que esos herejes imaginaron que nuestros actos se proyectan en reflejo invertido, de suerte que cuando estamos despiertos, el otro duerme; si lloramos, el otro ríe; si robamos, el otro es generoso.
Alan Verse decidió ser feliz para siempre, sólo por el placer de que Alan Resve (en precisa simetría) padeciera los tormentos de la constante infelicidad, pero cada tanto la vida misma y sus avatares venían a desbaratarle la tarea. Según sus propios cálculos, Alan Verse había concluido que el otro (Alan Resve, su doble) era feliz las dos terceras partes del tiempo, porción que él consideraba de infelicidad (total o parcial) en su vida propia.
Conoció todos los nombres que en la historia habían recibido los integrantes de la secta de los herméticos: especulares, abismales, cainitas. Pero de todos el que más le gusto fue el de histriones. Lo tradujo al criollo: Payasos. Así (“el Payaso”) llamaba a Alan Verse dentro de su reducido círculo de conocidos cada vez que le llegaba una noticia suya.
Por lo demás, el hombre (el de carne y hueso, el hombre detrás del nombre) siempre fue un misterio. La versión más firme y difundida fue la de que Alan Resve era un tipo aparentemente común, sin marcas visibles ni cicatrices, con uno de esos rostros que uno ve una vez y olvida para siempre. El único rasgo distintivo (y en esto todas las versiones confluían) era que hablaba al revés, según el viejo “resve” del lunfardo.
Alan Verse se acostumbró (con el tiempo) a vivir bajo su sombra, o a ser el cuerpo que proyectaba la sombra que era el otro. Nunca dejó de sentir que secretamente actuaba para él, que cada uno de sus actos existía para que los actos del otro (y la existencia del otro) tuviera sentido. Y viceversa, por supuesto.
Pero nunca se dio por vencido, nunca dejó de buscarlo.
Aún años después, habiendo recalado definitivamente en Villa La Angostura, cuando algún parroquiano respondía un dicho suyo o en sus proximidades pronunciaba alguna palabra al revés, en el clásico “resve” lunfardo, Alan Verse se espantaba.
Pálido, desconfiado, sin vergüenza, buscaba en el rostro del casual interlocutor, intentando rastrear o adivinar los desconocidos rasgos del tal Alan Resve, previendo acaso que serían los suyos propios, pero en proporciones, lugares y distancias exactamente simétricas, inversas, monstruosas.


Diego Reis

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