Era un fatigado día de otoño, — ¡dije “otoño” y no están llorando! de esos en que el viento corre sin pausa y se lleva las palabras al galope. Imágenes, protuberancias del lenguaje para anticipar paisaje y clima inciertos. Desde tempranito la multitud aclamaba el nombre de Allan, casi poeta (y casi todo) que había logrado conmover a las multitudes soltando sus textos en los bancos de esa misma plaza, en la que ahora era llevado a morir. “Si vivir es parpadear entre abismos, como creo, entonces mi condena hoy puede ser mi gloria cuando me duerma” y “cómo pesan las penas”, pensaba Allan, con la bola de acero en las manos y un aire más bien tristón. En el centro de la escena estaba sin embargo el prócer, esculpido, montado a su corcel. "Estaba" -digo- porque, como a Allan, ya le quedaba poco. De pronto se oyeron c