Cuando ellos llegan, nosotros desaparecemos. No
totalmente, eso sería imposible, o a lo menos, contraproducente. No.
Disminuímos la intensidad de nuestras presencias hasta su expresión mínima,
hasta casi anularlas. Entonces, si nos cruzamos o juntamos, es en el mercadito
del Turco Aladín, en el bar de los Piedrabuena, en alguna dependencia del
Municipio, lejos de cualquier lugar que huela a turístico.
Salimos muy temprano, antes que el sol, y ya
cerca del mediodía nos eclipsamos. Ellos suelen despertarse a esa hora: comen,
pasean, llenan el pueblo con sus presencias ruidosas hasta bien avanzada la
madrugada, cuando nosotros salimos.
A veces, a pesar de todos nuestros esfuerzos,
llegan hasta nosotros. Cada vez son más numerosos e insaciables, no se
contentan con visitar la playa, la peatonal, el paseo de los artesanos, el
museo paleontológico. Perdidos o intrépidos, llegan hasta nuestros barrios, en
las afueras del pueblo, al Club del Progreso, donde no hay nada de lo que
puedan apropiarse, o hasta el mismísimo bar de los Piedrabuena, que ni siquiera
un cartel tiene.
Entonces, con nuestra mejor sonrisa, les damos
direcciones incorrectas, les cobramos hasta un veinte o treinta por ciento más
caro cualquier cosa, atendemos sus insólitas solicitudes con una expresión en
la que cualquier individuo con algo de perspicacia (ellos nó) podría leer el
desprecio, el desdén.
Contamos los días que faltan para su éxodo
definitivo, al menos por esta temporada, hasta el noviembre o diciembre
próximos. Aunque no lo parezca, esperamos sapientemente, confiamos.
Como los morlocks de aquella novela de Wells,
sabemos que su felicidad será, más tarde o más temprano, nuestro alimento.
Diego Reis
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