Acomodo los platos y copas
en su estante. Seco mis manos con un trapo manchado y cuelgo el delantal.
Apresuro mi paso por el
baño y sin pensar me visto con el uniforme de la noche.
Aplico de memoria cremas y
delineados en mi rostro hasta ya no verme.
Salgo al pasillo y aspiro
un viento caliente de tabaco, incienso, mirra y alcohol.
Oigo llantos de violines,
citaras y grititos histéricos.
Miro el espejo del fondo oscuro
y me asombro que esa sea yo.
Me acomodo el ensortijado
peinado y descubro un corrimiento de rush, que ensancha y deforma mis labios. Sonrío
y ensayo gestos provocativos.
Los velos se pegan a mis
curvas y las copian, entreabiertos. Dejan ver apenas mi piel, como el interior de
un higo blanco, maduro, perfumado y jugoso.
Trago saliva y mi lengua pide
algo dulce. Me acaricio la boca con un roce de revés.
Mi vista se interrumpe con
la cara del Turco que gesticula. Mueve nervioso las cejas con los ojos muy
abiertos. Levanta las manos y las mueve
hacia abajo, deteniéndome y desaparece. Tengo que esperar.
Me siento en un banco y me aflojo,
cansada. Dejo de pensar en el alquiler, en la olla del coscus que quedó
destapada, en esa rosa blanca que se marchita en mi vaso…
Me sumerjo en mí, soltando
mis brazos y bajo la mirada. Otra vez me pierdo y vuelvo a flotar colgada de la
balsa dada vuelta, en el infinito mar español. Sé que los demás están muertos. Los
acordes lejanos parecen el soplar del viento del poniente empujándome al pasado.
Las olas me envuelven y succionan. Arriba, un implacable cielo negro estrellado sigue
indiferente. No hay nadie más que yo. Estoy sola.
- ¡Nadia!- murmulla mi madre,
mientras condimenta tabule en su cuenco verde. Huelo canela, coriandro,
jengibres pasados por mortero. El techo de madera celeste, las sillas de paja, la
luz tan intensa del desierto entra por la ventana abierta de la cocina y dibuja
el mantel bordado…
-¡Nadia! ¿Estas lista?- Grita el Turco dando una patada al banco.
- Aquí estoy esperando. No
entiendo tu pregunta - contesto ausente y me paro insegura.
- Hoy es una noche muy importante
con invitados especiales. Todos extranjeros. ¿Entiendes?- dice tomándome de las
muñecas, apretándome con fuerza a cada palabra.
Me mira con ojos vidriosos
acercándose y agrega: -¡Vamos mujer despiértate! ¡Han venido por ti!-
-¡No me importa de donde
son! Son hombres y ya…Déjame hacer mi trabajo, imbécil.- digo en un susurro librándome
de sus manos sucias de un tirón.
Desde el fondo lejano escucho
los bongoes arrancar.
Algo me impulsa hacia el espejo
y veo el futuro acercarse inexorable. Avanzo y con cada paso me transformo.
Siento caricias de seda en
mis pechos. Mis caderas reviven, mi vientre se enciende y ese calor viaja por
mi espalda. Una puntada me duele entre los ojos.
Me dejo conducir por una fuerza
que me domina. Ese cuerpo que vive en mí queriendo ser.
Una vez más lo llamo a
gozar libre de todo. El sabe hacerlo… siempre lo supo.
Ya nada me importa, todo
queda atrás. Comienza mi regreso… soy la hembra que esos hombres esperan.
Me entrego a la música que
me atraviesa, entrecierro mis ojos y un remolino de sensaciones me lleva como
en un sueño.
Reconozco esa armonía de
flautas que me llama irresistible y como una cobra del fondo de su canasto, voy
saliendo a la luz, entrando al salón saturado de miradas de machos hambrientos.
Con cada ondulación de mi
danza percibo la violenta energía que emanan, ciega de posesión, que todo puede
destruir.
Ávidos… débiles… brutos
ansiosos…perversos… enfermos…
Giro y giro, sensual, en
esta danza absurda de seducción y locura, que mi mente controla al fin.
Y los pongo bajo mi
voluntad, gimiendo de rodillas pidiendo placer de mí…derrotados.
Porque aquí yo soy:
¡El Ama de la Noche!
Guillermo Levy
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