Todo empieza. (10.788 ac)
Absul
esquivaba las ramas bajas avanzando agazapado, impulsado por su instinto más
animal. Podía escuchar sordos murmullos en el silencio de la noche húmeda. Los
insectos se convocaban con chillidos y vibrantes zumbidos, reptando, volando,
trepando. Entre el follaje verdinegro de
espinosas enredaderas, en el claro que antecede al pie del peñasco, reconoció
los machos de la horda, agrupados y agitados, rodeando la entrada de la Caverna
de las Mieles, que se hundía en las entrañas del monte Bayo.
No paraban
de gruñirse, propinándose a cada momento golpes de puño y empujones en el
pecho, para volver a dispersarse, husmeando el aire, permaneciendo atentos a la
piel de guanaco que cubría la abertura en la roca.
Desde las
profundidades de la grieta emergían quejidos, intermitentes alaridos de goce o
dolor aparentes, que los inquietaban aún más, arremolinándose, mostrando los
dientes, pateando rocas y yuyos, impacientes.
Se
observaban a si mismos a la luz plateada de la media luna, como verificando la
correcta exposición de sus atributos
distintivos.
Tatuajes de ornatos fantasiosos, brazaletes con tientos trenzados y plumas
vistosas fosforescentes de colores chillones, incrustaciones de huesos y
maderas en cartílagos de orejas y narices, cicatrices de desgarros y punciones, producto de
violentos enfrentamientos, mutilaciones de falanges voluntarias con
fines estéticos y las más codiciadas por sus bajorrelieves, las originadas por
los ataques de los Michis con sus zarpas y colmillos.
Absul pudo
reconocer a Guivy, otro como él, de reciente iniciación. Juntos esa tarde
habían logrado enlazar un gran chancho, al que dieron muerte con sus mazos y
llevaron a la rastra por el bosque hasta la piedra de Gralaucia. Aquella carnicera
lo descuartizó delante de ellos con su piedra larga verde, excitada por la
sangre y las entrañas interminables, que reservó para sus artes adivinatorios.
A su señal de inclinación de mentón, las hembras tetonas que los rodeaban, que
no dejaban de jadear y mirar golosas los trozos de carne blanca y órganos al
sol, corrieron riendo a servirse las codiciadas proteínas para alimentar a sus
vástagos, mientras les dirigían a ellos lascivas miradas sugerentes a los ojos,
entreabriendo sus labios en una sonrisa extraña, señales que Absul percibió
como un dardo en sus glándulas inferiores, que dieron la orden de activar.
Guivy
permanecía separado del grupo, semi oculto por el follaje, pero dejándose ver.
Atisbaba con ansiedad la piel de la raja, igual que los demás. Absul se
desplazó silenciosamente hasta arrodillarse a su lado. Sin inmutarse, Guivy
dijo en voz baja:
-Vamos
vieja Zorra que la vida es corta…!
Unos dedos
como garras encorvadas, de uñas esfumadas por humos de alquitranes y aceites
quemados, surgieron de lo oscuro y corrieron la pesada cortina de piel. De
espaldas a la noche salió lentamente una figura cubierta por un manto blanco,
de ensortijados cueros de Chivo. Cegrala, la Hembra Vieja, la Dueña de la Noche,
salía de paseo por su reino.
Su rostro
se iluminó con la plateada luz en el giro solemne de su cuerpo, maravillando a Absul,
por su combinación de vejez y misteriosa belleza atrapante. La clara piel de su
cutis no presentaba imperfección ni arruga alguna, recordándole las piedras
blancas del arroyo. Le impresionó las cuencas de los negros ojos, que se
hundían en esa cavidad propia de los ancianos. Desde el fondo de esos abismos,
brasas destellantes recorrieron el lugar, bajo cuyo influjo, los machos
inclinaron su cabeza.
Sus
rojizos cabellos se enrollaban en tirabuzón y terminaban generando un enorme
ramillete de bucles atados con fibras de tallos florales, enlazados con miles
de estambres y pétalos engarzados, que despedían un fermentado perfume
embriagador, que se sumaba a un almizcle dulzón alucinante que emanaba de su
cuerpo y que la brisa esparcía por el claro para llegar a todos los pacientes.
Sus piernas y nalgas insinuadas, voluptuosas, abundantes carnes provocadoras de
deseo de tacto, roces y contacto, se flexionaban y extendían alternadas,
haciendo un vaivén rítmico que sumado al giro inestable de su cuerpo, atraía y
resultaba a su vez intimidante, imprevisible.
El manto
la cubría completamente, arrastrándose por la tierra. Sus senos desbordaban
entre los peludos pliegues del escote, que se sostenía con un broche de hueso tallado
con forma de astro lunar. Al agacharse a oler y observar de muy cerca los
acurrucados machos, de reojo se los trataban de ver.
Ella, sin
hablar, recortándose en la noche, esplendida, fantasmal, inequívoca, hacía de
esa ronda el ejercicio de su poder. Ese doble juego de exposición y expectación
mutua, con el control indagatorio, conformaba
un rito sistemático. Acercamiento y distancia, deseo y repulsión, machos
y hembra, juego implícito de anhelos y oferta de lo más elemental, visceral e
inmanejable, administrado por su voluntad dominante.
-Allí está
la muy maldita. Aquí estoy para servirte, para darte todo de mí, gata gorda atorranta - Susurró
Guivy fijo en ella, inmóvil.
Ella
decidiría quien entraría. Quien estaba destinado a la unión, a intentar el
imprevisible procrear del futuro miembro del clan. Esa vieja estaba eligiendo
semen para sus hembras, información genética, cromosomas, recuerdos de otras
vidas.
Olores
corporales, color de ojos, facciones, tipo de pelos, proporciones, tonos
musculares, lubricidades y estructuras, eran testeados entre nubes de
alucinación y ensueño, trascendiendo
esas evidencias. En un estado de sensibilidad alterada inusitada, la vieja
esbozaba con esos datos el mapa esencial y la base combinatoria de ese hombre
que auscultaba.
Lo que más
le interesaba a esa altura de su larga vida era llegar a asir la más sutil de
las datas que todo macho poseía.
Esa luz que
solo una vez en su lejana pubertad pudo entrever. Sabía que en esa dimensión se
escondía lo mas importante de cada ser. Anhelaba descifrar ese saber, en el afán
de superar su arte y tal vez, con suerte, lograr la mezcla exacta de hembra con
macho que reproduzca esa unidad total que su madre tanto buscó y no halló, a la
que llamó El Agua de Fuego.
La
proximidad de la gran loba obnubilaba a los machos, que cada noche de media
luna creciente se presentaban a su disposición. Rehuían su mirada y dejaban ser
inspeccionados por su atenta catadura. Ser olidos bajo las orejas, escuchándola
decir los nombres con que ella los hubiera bautizado en la primera elección,
mientras con goloso deleite se dejaban acariciar las caras y cuellos con
enervante dulzura.
- Uh,
uh,... Berni,... tan suave...caracol haciendo su casa…
- Carcha,...
esa Brasa Caliente para la noche fría sin fin…
- Ah....Degus,
memoria de Búfalo. .. Arcilla cruda que se amasa ella…
- Carlher...
fuerte y flexible... Pescadito saltarín entre los juncos…
En su
mente aleatoria en trance de proyección y propulsada por la ingesta de cocidos de
hierbas y raíces de su recolección, que cada noche preparaba y consumía con
fines supremos adictivamente, creaba imágenes de fusión tipológicos, de posibilidades
genéticas intuitivas. Con el poder que su rol ganado le infería, decidía que
esperma sería conveniente para tentar que ovulo. En un plan de selección, la
tribu confiaba en su probada intuición para decidir quién con quién.
Cada
hembra sería servida esa noche hasta el canto del Cotorro Rex . Uno, dos,
cinco machos, no importaba cuantos. El secreto de la efectividad se fundaba en
la plenitud del encuentro, la profundidad del gozo de la hembra, de su
felicidad colmada por un interminable orgasmo múltiple, cósmico, saciante y fértil.
Cegrala se
deleitaba en sus devaneos combinatorios, mientras se iba imaginando los
probables resultados, nuevos humanos, mujeres, hombres. A cada momento entreabría
sus extensas pestañas y proyectaba los rasgos de sus protegidas sobre los
cuerpos de los machos. En una marea de fluidos, se iniciaba su propio efervecer.
El simbólico acto de unión de lo bajo y lo alto, la tierra y el cielo, en su sangre,
su matriz de mamífero superior, la excitación total que provoca el deseo de la
lujuria como vida, potencia y vitalidad.
Entre las
tinieblas detectó unas figuras apartadas que la desconcertaron. Como hallando
lo perdido, sus viejos ovarios de sobresaltaron. Allí estaban los cabritos. Los
necesitados de leche y calor.
Giró una
vez más y se arrastró como un ofidio con el rostro elevado, sacando
intermitentemente su lengua humedeciendo su labios, ensuciando de polvo y hojas su manto nupcial.
-Tú- Dijo
desde el suelo señalando con el meñique a Absul. -Tú, lagartija. ¡Acércate!
Ordenó como un silbido.
Absul solo
pudo incorporarse y avanzar un paso. Cegrala lo rodeó envolviéndolo con su
manto en una lenta exhalación, mientras con su cuerpo iniciaba una caricia
profunda desde los magros muslos del joven, pasando por los glúteos y
recorriendo sus dorsales, para terminar con un abrazo apoyando sus senos, notablemente erectos a su edad, en su
espalda. Absul sintió que esa piel untuosa le tocaba cada poro, que ese perfume
lo mareaba de dulzor y que estaba perdido sin fuerzas ante tanto gozo
disparado.
La boca de
Cegrala se posó en su nuca y en la íntima soledad que el manto les aislaba de
luz y sonido, laxa y ardiente, se hundió en sus sentidos degustando su hombro, mentón,
ojos y para llegar a su boca, despertándole
una sed desconocida e inmanejable.
Los dedos de
la vieja siguieron animando embriones de placer, recorriendo líneas de espasmos
que estallaron en su mente. Sus genitales aullaron, locos de ansiedad y
premura. Y en ese devenir entendió que estaba entrando a la cueva como un insecto
atrapado, indefenso, a merced de su propia naturaleza desenfrenada, con una mezcla
de éxtasis y pavor.
Y cuando el
manto cayó, y la oscuridad fue total, y el aire fue néctar, y el silencio risas
quedas, y una mano tomó la suya, oyó un grito desde muy lejos, una voz dulce de
una mujer que le decía al oído:
-¡Prepárate
a nacer… Lanver !
(Interpretado de las "Cortezas del Espejo", Serie de jeroglíficos ideográficos pirograbados en cortezas de Ñire petrificadas, halladas en 2012 en la Aguada del Burro, VLA, Neuquen, Argentina. Gentileza de Guillevy)
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