Una sola vez Alan Verse se subió a
un caballo, pero como él se consideraba a sí mismo un maestro
trascendido, el caballo decidió que esa levísima carga, puro
espíritu, merecía elevarse a los cielos..., y allá fue. Costó el
despegue porque era la primera vez (otra vez) del caballo de intentar
el vuelo..., surcaron un buen tramo despejado en pleno mediodía.
Alan, aterrorizado no podía dirigir al noble animal, que -cada vez
más gozoso- ascendía y ascendía..., finalmente la luz lo confundió
y casi cegado, perdió altura a galope acelerado. Quiso la suerte,
que su jinete, se despabilara y al ver una laguna allá abajo, tomara
riendas en el asunto..., después del brusco chapuzón, el caballo
nadó... Alan no sabía hacerlo. Y así, el más sabio de ambos
completó su recorrido de la rueda sufriente, llevando a Alan a la
orilla. Luego el cuadrúpedo se desmaterializó. No hubo testigos del
histórico vuelo... Los sabios no dejan huellas.
Texto: Noemí Cuenya
Ilustración: “Whistlejacquet”, de George Stubbs
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