Era un fatigado día de otoño,
— ¡dije “otoño” y no están llorando!
de esos en que el viento corre sin
pausa y se lleva las palabras al
galope.
Imágenes,
protuberancias
del lenguaje para anticipar
paisaje
y clima
inciertos.
Desde tempranito la multitud
aclamaba el nombre de Allan, casi
poeta (y casi todo) que había logrado
conmover a las multitudes soltando
sus textos en los bancos de esa
misma plaza, en la que ahora era
llevado a morir.
“Si vivir es parpadear entre abismos,
como creo, entonces mi condena hoy
puede ser mi gloria cuando me
duerma” y “cómo pesan las penas”,
pensaba Allan, con la bola de acero
en las manos y un aire más bien
tristón.
En el centro de la escena estaba sin
embargo el prócer, esculpido,
montado a su corcel.
"Estaba" -digo- porque, como a Allan,
ya le quedaba poco.
De pronto se oyeron chispazos, que
no es lo mismo que decir que se
vieron amoladoras despegando con
inédita precisión al hombre de hierro
de su montura. El prócer se fue al
tacho y Allan, entre ruegos de sus
vecinos y declamaciones a viva
voz,
fue coronado Empedreador.
La sorpresa de Allan fue de un
segundo absoluto pero la fiesta de
coronación duró eones, aunque aquel
día aún no se olvida.
Texto: Ariel E. García
Ilustración: Empedrado
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