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El Día que Alan Verse se Subió a un Caballo (Escena 10)


Alan Verse se subió a un caballo por pura escasez de otros medios. Necesitaba trasladarse de Puerto San Julián a Buenos Aires. Como el patrón le adeudaba tres jornales, accedió (de mala gana) a prestarle como parte de saldar su deuda, un penco bien negrito, claro no le dio el mejor. De todas formas, Alan aceptó.

En una fría mañana y con la helada por todos lados salió a enfrentar semejante periplo. ¿Qué llevaba? Lo puesto, algo de comida (muy poca), una frazada, una bolsa de dormir heredada de un sobrino, que aburguesado había dejado de lado todo tipo de aventuras campestres, una zapa y algo que sobresalía de las alforjas.

Fue pasando por distintos pueblos y caseríos. Comía lo que cazaba, pero siempre se las arreglaba para mantener al menos dos comidas. Lo que nunca faltaba era algún tintorro, no sólo era lo que lo calentaba por las noches, también lo hacían soñar, le permitían no sentirse tan huérfano. Esos recuerdos lo hacían llorar y alegrar, todo al mismo tiempo. Ya en algunos parajes se habían enterado de semejante travesía y lo recibían con comida y siempre un vinito. Se había transformado de la noche a la mañana en alguien que la gente quería ver, tocarlo, acariciarlo, nunca había recibido tanto afecto, aunque sea por mera curiosidad. El porqué de la travesía nunca lo quería decir, era un secreto que solamente él sabía, lo llevaba en sus alforjas. Al llegar a las cercanías de Tolosa se desvió campo adentro. Como todas las noches hizo una gran pira, no sólo para cocinarse algo para cenar sino también para ahuyentar a cualquier animal peligroso que se le acercara. Muy temprano por la mañana calentó agua y se cebó unos cuantos mates amargos y comenzó a cabalgar lo que sería su último tramo. Tuvo que refugiarse en un árbol tupido ya que llovía torrencialmente. A lo lejos, sus ojos brillosos y achinados veían una tranquera derruida y un ranchito abandonado (siempre ajeno). Cuando la lluvia amainó guardó algunos bártulos y emprendió el tramo final. No tuvo que abrir la tranquera ya que estaba rota, de todas formas se bajó del caballo y se dirigió a la casilla. Al llegar ató el matungo a un palo y tomó una pala que colgaba de su alforja. Se paró frente a la ventana y caminó once pasos en línea recta. Exactamente ahí comenzó a cavar, hasta toparse con algo duro, ya sin poder enterrar la pala. Fue a la alforja y tomó la lata que llevaba (lata que había servido para guardar arroz). Se acercó al hoyo que había cavado y se persignó, una, dos y tres veces… Abrió la lata, y muy lentamente, como si acariciara al aire la volvió a cerrar y la apoyó en el hueco. Se sacó el chambergo, se persignó y tapó el hueco con la misma tierra que había sacado. Haciendo una lábaro con dos ramitas y clavándolo en la tierra escribió sobre el suelo, -ahora sí, están juntos-.

Caminó hacia su único testigo, y carantoña mediante, emprendió la huida.

Nada más se supo de Alan y su caballo, algunos dicen que continuó su periplo hacia el norte y vive recluido en el impenetrable chaqueño.

Texto: Alejandro Cesario

Ilustración: “El jinete polaco”, de Rembrandt Harmenszoon van Rijn

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