El día que Allan Verse se subió a un caballo debería ser declarado feriado nacional. O acaso provincial. O municipal, por lo menos.
Porque el día que Allan Verse se subió a un caballo se sintió, instantáneamente, tautológicamente, un hombre «de a caballo».
Se imaginó dueño de la tierra, poseedor de cientos y de miles y de miríadas de hectáreas, se soñó jinete insomne reventando caballos, sabedor de que todas las leguas que pudiese recorrer en tantas horas serían suyas, como les fueron prometidas y regaladas a los conquistadores del populoso desierto.
Seguida o simultáneamente, se apoderó de su espíritu una locura poética irrefrenable: un enloquecido fervor de poetizar en versos alejandrinos de arte mayor, esto es, con rima consonante y rimar «Argentina» con «golondrina», «mayo» con «caballo», «vino» con «argentino» y «pollera» con «cordillera» y aprenderse de memoria El gaucho Martín Fierro íntegro y soliloquearlo en cada asado en cada fiesta patria.
Se tituló viajero cósmico y danzarín estelar: en su mente fraguó mil destrezas criollas y con ellas conquistaba a procaces chinitas y pomposas herederas que luego refregaba y montaba furiosa y felizmente en etéreos pastizales.
Pero por nada de eso debería recordarse, evocarse, conmemorarse, ese día.
El día que Allan Verse se subió a un caballo, digo, debería ser postulado como feriado universal, porque a los mínimos treinta segundos de haberse encaramado al animal, lapso que a él se le antojó eterno, la bestia equina lo arrojó hacia adelante, en un diestro movimiento que lo hizo irse prolijamente de jeta al suelo, en un acción que luego (merced a un oportuno diccionario) descubrió que se llamaba «desarzonar».
Entonces, Allan Verse se acomodó la ropa, se sacudió el polvo de la cara y del cuerpo y (por esto debería recordársele por siempre) supo que cuando uno de repente se siente un poco más arriba que los otros seres en el universo, se cree superior al resto de los pobres mortales, se autopercibe de golpe gobernante, artista inmortal, plutócrata o santo, lo mejor que puede hacer es, sencillamente, bajarse del caballo y volver a poner los pies sobre la tierra.
Texto: Diego Rodríguez Reis
Ilustración: "Jineteando", Florencio Molina Campos
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