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El Día que Allan Verse se Subió a un Caballo (Escena 5)


Allan era séptimo hijo varón, por eso le tenían algo de respeto. Pero no tanto, por quien lo apadrinó. El padre había puesto una foto de Perón entre las ropas del niño el día del bautizo, porque pensó que eso quizás lo salvaría de las desgracias. Pero no fue así. Allan, además de séptimo descendiente, creció enano. Pero a pesar de sus escasos centímetros, a los dieciséis ya ostentaba pelo en pecho y músculos en los brazos y en sus piernas chuecas. Y como a todo chancho le llega su San Martín, una tarde, de pasadita nomás, de verla sentada abajo de un árbol pura fronda, leyendo, con su pelo largo y negro, se enamoró. Tanto se enamoró que necesitó crecer un metro, ahora, ese día, ese 17 de febrero, a las 2 de la tarde. Con ese andar medio bamboleante de los enanos rumbeó para el galpón. El caballo (que en realidad era una yegua) no dejaba que lo monte, como una premonición. Logró acorralarla, acercar la escalerita, acomodar la montura y subirse sin despeinarse. Al trote compadrito, pensó, encaminaré la yegua hacia el árbol donde está ella y desde allí arriba le declararé mi amor. El animal debió percibir a la fiera que llevaba en el lomo y salió espantado al galope tendido. Saltó el cerco, rumbeó hacia el árbol donde ella miraba azorada al jinete que intentaba abrazar el cuerpo de la yegua con sus piernas cortas que no llegaban a los estribos. Fuera de control el animal pasó por abajo de las ramas, y Allan quedó ensartado en la más baja. Ese 17 de febrero, a las 2 de la tarde, Allan terminó con la primera y última monta.

Texto: Mónica de Torres Curth

Ilustración: “Retrato de Antonietta González”, de Lavinia Fontana

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