Todo cambió. Mucho y rápido.
Estaba acostumbrada a la rutina: comer a la
misma hora; beber solamente agua fresca del arroyo; el mismo paisaje, las nubes
que se amasan y levan tras el cerro Machete, avanzan suavemente poniendo el
gris básico del invierno; mucha lluvia;
poco sol; algo de nieve; el lago eterno enojado golpea la playa; comida segura
y sabrosa, aunque algo rutinario el menú, pero yo sé que peor es no tener nada
para comer.
La presencia de ellos no resulta amenazante.
Llegué a considerarla una compañía
inevitable, una cercanía de mutua dependencia. En los días previos sus rutinas
incorruptibles seguían el camino diario: encender la económica, repicar
leña, alimentar los animales del corral, arreglar algún cerco o tal vez, si la
época es la propicia, trabajar en la
huerta. Hay una época en que salen los varones en el bote para buscar en la
desembocadura del rio alguna perca. Cada uno ubicado en el rol asignado por los
años de convivencia o por el paso de las
generaciones.
Cuando los cambios son paulatinos, permiten
alguna acción de ajuste a lo nuevo. Hay un tiempo para acomodarse,
sicológicamente digo. Un tiempo como para comprender qué pasa aunque sea, algo
que permita asimilar la
nueva situación.
Entiendo claramente que todos los cambios
conllevan nuevas adaptaciones, hay que asimilar lentamente lo que pasa y
modificar la rutina, primero atendiendo
a cuestiones básicas. Esto está claro para mí y me atrevo a aventurar que para
los vecinos también. Pero ellos no estaban preparados para recibir esto, se los
veía desorientados. Los rostros reflejaban sorpresa, asombro en un principio.
Reaccionaron con una actitud pasiva se mostraban expectante. Con el paso de las
horas se veía en sus ceños apretados la preocupación, la desesperación.
Empezaban a moverse caóticamente guardando herramientas, cubriendo el agua,
entrando leña, mirando el cielo sin entender.
Persistente, continua, inexplicable,
inexorable, como en el sesenta, cae lentamente, mansamente...
Con lo de la sequia fue distinto la escasez se
fue notando de a poco. Hubo tiempo para guardar. Primero se fueron secando los
arroyos. Luego las vertientes. Los
pastos se amarillaron. La comida pasó de tierna y sabrosa a dura e
incomible. Pero eso tardó meses.
Además todo el mundo sabe que tarde o
temprano en la montaña: llover, vuelve a
llover.
Acá fue distinto.
Repentino, casi no hubo tiempo de guardar nada.
Ninguna rutina fue modificada por ellos en los días previos. Nada presagiaba lo
que se vendría. De la abundancia pasamos a la nada en cuestión de horas. Miro
alrededor, a través de las cercas. Encuentro en los ojos de mis hermanos el
mismo desconcierto que me invade.
Los vecinos en su desesperación se mueven
describiendo recorridos tan increíbles que por momentos me causan gracia.
Buscan respuestas inexistentes. Escapes imposibles. ¿Dónde ir? Mientras transcurren los días implacablemente caen sobre mi
lomo montañas de decepción, kilos de
resignación. Parece existir un acuerdo tácito sobre que nada se puede hacer,
habrá que esperar. Apelar a la mansedumbre que impone nuestra raza.
Ellos se alejan lentamente cortando las olas,
buscando el camino donde haya menos arena flotando. En sus cuerpos puedo
sopesar el peso de la resignación. La tristeza envuelve las montañas, los
enormes coihues hoy grises, respiran mansos buscando la mejor posición para
invernar.
En nuestros genes circula el mandato de lo
trágico. La muerte casi siempre está depositada en otras voluntades. Esperar
mansamente.
Esperar
mansamente, con hambre, la agonía.
Lucho Sol. Hermano mellizo de
Mucho Sol, que resulta ser la versión optimista de él mismo. Escritor gris,
etéreo, obstinado, inasible, pétreo, oloroso. Con clara tendencia a repetir
errores y tropiezos con la misma piedra. A corta edad huye de la inmundicia y
de la mundanidad pero es atrapado por una de las dos. Solitario por elección
gregario por condición. No lea sus textos, su mellizo escribe mejor.
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