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Tarde de río (por Guillermo Levy)


Rolando dejó de remar y sin darse vuelta dejó que el chinchorro se deslizara. Como una flecha lanzada hacia su blanco a una lentitud exasperante, se metió debajo del muelle. Justo antes de chocar con la nuca contra las maderas astilladas, levantó la mano y se tomó del poste, deteniéndose. Ató la soga con un haz de guía, se sacó la gorra con parsimonia de astronauta y elevó sus cansados ojos hacia la escalera.
-Algo pescaste- gritó Quique sentado en el último escalón con el mojarrero ya enrollado. Apenas se veía, pero la luz de la luna menguante que el agua reflejaba, alcanzaba para sostener la escena del fin del día.
A Rolando le resultó incorrecta, discordante, esa presencia indeseable. Indiferente, reaccionó arqueando las cejas, poniéndose la gorra otra vez y masajeándose la cintura.
-Sí, para carnada. También saqué una tortuga... la volví a tirar al canal.
Y se quedó mirando fijo debajo del muelle. Unos borbollones amarillos se sucedían como un suspiro entre los palos. La tristeza de ese brillo en lo negro del ojo seguía en su mente.
-Ah, la vieja, la del tajo... a ésa yo la pesqué tres veces... ¿viste los anzuelos que tiene en el cuello?- como en un reportaje, Quique desarrollaba el cuestionario, ya parado y haciendo un nudo en una bolsita de nylon chorreando agua sanguinolenta, donde coleteaban unos bagrecitos.
-Sí... me parece que sí- respondió serio Rolando, sin levantarse de la tabla del asiento, trayendo la ropa y el bolso a sus pies. Orientó el rostro hacia arriba, pero mirando el agua.
-Algún guacho le pegó un palazo en la caparazón... ¿viste la marca que tiene? -Quique se asomó sobre la baranda y miró insistente los recovecos de la proa. Tal vez creía que hubiese algún dorado escondido.
-Algo, sí... – y Rolando sintió en las manos de nuevo esa pegajosa frialdad de las aletas. También ese  olor penetrante a algas y esa mirada que lo traspasó cuando le estaba desenganchando el señuelo de la lengua.
-Cómo, ¿no te fijaste?- insistió Quique,  infantil, como esperando que el otro diga lo que él no podía.
-Bueno, sí... lo que pasa es que la tiré enseguida al agua, ¿para qué iba a hacer sufrir al pobre bicho?- mirando de reojo, ya casi en la oscuridad, comenzó a refregarse con un trapo las manos cuarteadas percudidas del tufo de pescado.
-Está bien... hay quien la hace en sopa- murmuró Quique y se subió a la bicicleta. Acomodó en el cajón de frutas del portaequipaje de adelante sus aparejos de boyas, latas de lombrices y bolsas de supermercado sucias.
Rolando se inclinó y dio vuelta el impermeable, sacó un cigarrillo con precaución de no mojarlo y volvió a acomodarlo diciendo: -Prefiero sacarme alguna boga esta noche.-
Al encenderlo recordó la anécdota de los soldados en las trincheras.
-Por ahí tenés suerte.
-Espero.
-Bueno, sigo para lo de Walter... me está esperando.
-Chau.
-Chau- que sonó a destiempo, como un eco del anterior chau, impersonal, feo.
    Rolando corrió el rompeviento con el pié y debajo de la manga algo verdoso se agitó. Chupó el cigarro y la luz de la brasa se reflejó en la pupila oscura. Aplastó el pucho contra el poste y lo tiró en la lata de achique.
Se agachó como cuando sacaba a sus hijos de la bañadera, alzó por los sobacos y sopesó la criatura.
Sin dudar la dejó caer suavemente al costado del bote, para soltarla aliviado viéndola nadar en el agua marrón.
Y con la poquísima luz que había, igual pudo ver cómo las pequeñas ondas desordenadas, de las miles de caparazones que se alejaban hacia el canal,  agitaban los juncos, los profilácticos y las botellas de plástico.


Guillermo Levy. Paseador de bicicletas y botes. Remontador de barriletes.
Manipulador de la materia. Maleducado. Paranoia leve, en ascenso.

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