Arturo no soportaba la idea de tener
espejos en la casa. No sabía por qué ni de dónde le viene ese berretín de no
ver su propia cara reflejada en ninguna parte. Desconocía el motivo de su
espanto.
Sólo sentía sus facciones a través
del tacto.
Su vida era dificultosa. Sus
manías numerosas. Cada día era un interminable laberinto de trabas y caminos
sinuosos y coartados.
Esa mañana despertó, pasó sus
dedos entre los cabellos, dibujó las cejas con los índices, y mordisqueó
sus labios unos segundos.
Miró de reojo el reloj sobre
su mesa de luz. Eran las 7 hs. y 7. Ahí quedó su mirada congelada sobre las agujas
hasta que pasó el minuto.
Saltó de la cama (sobre el
lado derecho) y se afeitó mecánicamente, mientras miraba a través de la
ventana la
gente de su barrio que circulaba a esas horas por las calles.
Se vistió con el traje que había
preparado la noche anterior perfectamente colgado en el perchero de su
dormitorio: pantalón y saco gris, camisa a rayas, corbata, la de siempre, la
que había sido de su padre. Calzó sus zapatos negros que aunque gastados lucían
perfectamente lustrados.
Tomó el portafolios y encaró la
calle.
(“Encaró” porque para Arturo no era sencillo transitar a gusto más
allá de las paredes de su casa. Todo lo que pudiera devolverle su imagen debía
ser evitado: vidrieras, charcos de agua, ventanillas de automóviles, incluso la
mirada de otras personas).
Esa mañana, como todas las mañanas
subió al subte y abrió su libro de cabecera en el último capítulo.
Concentrado estaba en su lectura
cuando un Hola! lo sobresaltó.
-Arturo! Qué alegría verte!
Cuántos años han pasado, nunca imaginé encontrarte acá.
-Arturo palideció, no recordaba
exactamente quién era esa persona.
-Estás igual, no cambiaste para
nada, te vi al subir y me dije que no podía ser otro.
-Con una mueca de compromiso
Arturo intentaba sin éxito descubrir quien era esa mujer. Ella hablaba
sin dejar
un espacio para su respuesta.
-Y esa expresión tan tuya, seguís
moviendo los labios para un costado, reía feliz por el reencuentro a la par que Arturo palidecía.
-Cómo estás, qué es de tu vida?
-Mientras pensaba qué responder
sintió una gota de transpiración correr por su espalda.
Ella verborrágica le iba
describiendo su expresión al verla, cómo colocó las cejas, cómo en su frente se
dibujaron dos arrugas.
En ese momento una mezcla de
sentimientos y sensaciones por demás extrañas se iban apoderando de Arturo.
Ella sin reparar en él siguió con
sus ojos negros, sus cabellos rizados, sus pómulos caídos, sus labios finos, su
mentón prominente.
Hasta el momento no había logrado
emitir un sólo sonido, su nariz se fruncía junto con el entrecejo, expresión
que por supuesto su interlocutora no pasó por alto y debió explicitar.
Transcurrían las estaciones y los
túneles como capítulos de una película a alta velocidad. El subte llegó a
destino y un tumulto de gente, gritos, y guardias de seguridad esperaban en
Retiro.
Gra. Pequeño saltamontes,
Libélula y/o Brujita Plusvalía, así la llaman sus amigos (¿¡!?). No se sabe si
realmente es o se hace, de ahí que ella misma se autodefine en un rapto de
sinceridad brutal como "La
impostora".
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